Nosotros no hacemos propaganda

Se dice que los rusos hacen propaganda (pretenden destruir Occidente con trolls pagados desde el Kremlin, nada menos), los chinos hacen propaganda, los saudíes, naturalmente, hacen propaganda, así como los iraníes y todos… excepto, por supuesto, nosotros.

Casi todas las naciones se dedican a la «propaganda» para defender sus intereses de Estado; nosotros, por lo visto, hacemos «periodismo» y amamos el Bien, la Verdad y la Belleza. Por alguna suerte de sortilegio, y de forma inédita en la historia de la humanidad, nosotros, precisamente nosotros, aquí y ahora, hemos alcanzado la cúspide de la superioridad moral y hemos descubierto la piedra filosofal de las verdades autoevidentes. Somos imparcialmente progresistas y podemos juzgar, desde esta revelación moral, a todos los demás pueblos de la Tierra.

Aunque la realidad canta que hay multitud de pueblos que no comparten (ni compartirán) el credo occidental, que se vende como universal y obvio, seguimos negando que lo «nuestro» sea tan propagandístico como el resto. Somos la anomalía, nos dicen.

Los autoproclamados portavoces de «nuestro bando» son The New York Times, el Washington Post, El País («periódico global») y todas esas cajas de resonancia y de fake news que algunos han llamado La Catedral. Lo bueno del caso Trump es que las facciones, que antes eran implícitas y borrosas, han devenido en formales por pura polarización y rabia. El occidental medio consulta a diario su periódico de preferencia, como antaño se iba a misa y se oía el sermón del sacerdote, o bien se informa en la televisión y de ahí saca todos los argumentarios que necesita para las discusiones de andar por casa. La propaganda, de hecho, como ya vio Bernays en 1928 es vital para el buen funcionamiento de cualquier régimen político, especialmente en una democracia liberal. El realista Vilfredo Pareto diría algo semejante: las oligarquías que siempre gobiernan cualquier sistema político (Robert Michels) y los medios de comunicación dan forma a la «voluntad popular», a la «opinión pública».

Si el español medio lee las recientes editoriales de El País, verá que los «valores europeos» son totalmente opuestos a los valores que impregnan las medidas políticas llevadas a cabo en países como Polonia o Hungría. Esos «valores europeos», se entiende, son los valores de la Unión Europea. Si en Europa gobernara el comunismo, se diría que es evidente que el marxismo y el espíritu revolucionario son los «valores europeos» por excelencia y si hubiese ganado el Eje en la Segunda Guerra Mundial, estaríamos convencidos de que los «valores europeos» son el espíritu fáustico ario-germánico o algo similar. Realmente, si resucitara un socialdemócrata europeo de 1950-1970 no reconocería que la inmigración masiva y descontrolada sea un «valor europeo fundamental».

En definitiva, si rascamos un poco, hay una enorme franja de socialdemocracia viscosa globalista que destaca como «pensamiento estándar». Es la ideología que produce la Catedral para su propia legitimación, interna y externa y sí, es también propaganda. Todos hacen propaganda, todos defienden sus intereses.  Sin embargo, ¿los intereses de nuestra élite convergen con los nuestros? Cuando nuestros medios dicen «nosotros», ¿hablan de verdad, de nosotros?

Ahí está el meollo.

Nosotros no hacemos propaganda